
A los veinte años una sueña porque tiene derecho a ello y yo a los veinte a menudo soñaba con un ático con piscina en la zona alta de Barcelona, uno desde el que pudiera ver el mar, uno en el que pudiera amontonar un buen puñado de amigos (y a los amigos de esos amigos). Un ático del que me separasen diez minutos a pie (con un café de Starbucks hirviendo en la mano) hasta el bufete.
A los treinta y nueve una sueña porque sigue teniendo derecho a ello, porque qué me vas a contar que yo sueño lo que me place y ahora me place soñar con una casa como esta. Con un escritorio bajo la ventana del piso superior. Con una pared llena de libros a mi espalda. Con encender la chimenea en abril porque, cuando termina el día, durante unas horas regresa el invierno. Con pocas visitas porque casi nadie se sabe el camino hasta esta casa salvaje. Con la nevera llena de cerveza artesana para A. y la despensa a rebosar de de chocolate para mí. Y vino Syrah y café Civet porque las visitas que sí conozcan el camino se lo merecen. Soñar con un silencio que lo llene todo. Con una puerta tan roja como la de esa casa, tan roja como los zapatos de bruja de Dorothy Gale. Y convertirme, (por qué no), un poco en bruja yo también. Lanzar hechizos, volar en escoba, llevar un gorro negro y puntiagudo bajo el que esconder esos sueños que no se cumplen y (ya de paso) cobijar los malos pelos y las tres primeras canas.