Purpurina, nachos con queso y un viaje en avión

Esta es la foto de una foto ya que, cuando nos la hicieron, casi ningún móvil tenía cámara y yo iba a revelarlas a la copistería del barrio.
Estábamos celebrando algo y se nos habían quemado los nachos con queso que habíamos metido en el horno (eran poco más que ceniza) y teníamos los pies y las orejas llenas de purpurina morada gracias a mi querido R.
Yo soy la de las flores hawaianas (solo me las pongo cuando la ocasión lo merece y aquel día lo merecía) y la maravillosa rubia a la que estrujo es una de las mujeres más valientes que conozco. Y además es capaz de dormirse sobre un bafle (en sentido literal) mientras suena música house (sí, ya tenemos una edad).
Nos conocimos en el cielo (también en sentido literal), mientras volábamos, cada una con su propia soledad, hacia Madrid. Nos queremos desde hace más o menos mil años y no necesitamos decírnoslo casi nunca.
La vida me ha ido enseñando (a fuerza de zancadillas y collejas; y a fuerza de alegría y ternura también) en qué consiste la amistad, la de verdad, la que no se escurre entre los dedos ni tiene excusas, la que no se esconde tras la pantalla del móvil ni necesita horarios.

«La amistad nace en el momento en que una persona le dice a otra: ¿Cómo? ¿Tú también? Creí que era el único.», lo dijo CS Lewis.

Pues eso, querida U. creí que era la única.

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