
Casi cada domingo un hombre toca el ukelele frente al edificio donde vivo. Desde mi balcón no se escucha ni una sola de las notas que emite desde su pequeño instrumento, ni tan siquiera puedo intuir una lejana melodía. Toca encogido, con las piernas cruzadas, como queriendo protegerse de algo.
Dice Úrsula K. le Guin que el centro del universo es justo el lugar en el que estamos. Y creo que los domingos a media mañana el centro del mundo está en los dedos de ese hombre que no toca para nadie.
Nunca me quedo mirándolo mucho tiempo. La gente que pasa cerca tampoco lo hace, nadie se detiene a escuchar, ni siquiera la niña, con su curiosidad de niña, y cuyo balón ha ido a parar a los pies del hombre. Es demasiado íntimo, supongo. Ella recoge su balón y se aleja de nuevo, como si esos pies contra los que ha topado fuesen invisibles.
Para ese hombre no hay nada más: ni el banco que lo sostiene, ni el árbol que cobija su espalda, ni el balón que ha golpeado sus pies, ni los ojos furtivos que lo contemplan de lejos.
Supongo que todos necesitamos ese lugar, ese centro del universo del que parte el resto de nuestro mundo. A veces, ese centro de universo son las cuerdas de un ukelele; otras la lectura de un libro con el que detenemos el tiempo; la sonrisa de alguien que irrumpe de pronto; un jersey que habíamos dado por perdido; una caja sin colas en el supermercado; unos brazos en los que encajamos como si estuviesen hechos únicamente para acoger nuestro cuerpo.
Si encontramos ese lugar en el mundo, ese centro del universo, habremos vencido. Entonces ya solo nos quedará dibujar el resto del mapa a partir de ahí, como hacen los países con los mapamundis cuando ubican sus propios territorios en el mismo centro.
Y es que lo difícil no es trazar el universo entero, lo difícil es encontrar el punto desde el que partir.