No me gusta el fútbol. A pesar de haberme criado en un hogar donde el fútbol es considerado un deporte semidivino, nunca me ha gustado. Alguna vez, en mi época universitaria, me dejé arrastrar por la euforia del buen hacer del equipo de mi ciudad (Barcelona) y aproveché la treta para participar en fiestas y jolgorios (aunque no tuviese la menor idea de por qué título exactamente saltábamos todos abrazados por las calles del centro de la ciudad).
No me gusta el fútbol y no lo sigo, pero vivo en este planeta al que llamamos Tierra y, en consecuencia, sé quién es Messi. Además me cae bien y me gusta verlo correr, con esa forma tan natural y elegante, como si su cuerpo, para sobrevivir, necesitase eso, correr, en vez de respirar.
Messi es para Barcelona una de sus señas de identidad, un emblema más importante que la Sagrada Família (que, creo, sólo importa a los que vienen a visitarla desde otros lugares). Messi es un poco de todos los que vivimos aquí.
He visto a gente que ama el fútbol, personas que no son seguidoras del Barça, gente que lleva las camisetas de otros equipos, mostrar su tristeza por la situación de Messi. Tristeza no por su marcha, sino por las cadenas pesadas y oxidadas con las que lo han retenido.
¿Merece la pena retener a una leyenda?, ¿merecería la pena contemplar un Ave del Paraíso enjaulada?